Pronto estaba corriendo, solo que esta vez no
era para salvar mi vida de una muchedumbre, esta vez era yo la que llevaba el
terror a ellos, pero lo que más me tenía sorprendida era la sutileza y
perspicacia con la que disparaba el rifle, aunque no llevé la cuenta de las
vidas que había dado fin, sabía que eran
muchas porque entre más corría más veía gente tirada en el piso con un charco
de sangre sobre su costado. Recuerdo haber detenido a una mujer embarazada,
quien horrorizada de verme su rostro se enjugó de lágrimas, intentó
arrodillarse y pedirme que le perdonara su vida, que lo hiciera por el bebé que
estaba esperando, odiaba que la gente se escudara en otros para salvar sus
miserables vidas, así que sin pensarlo dos veces, halé el gatillo en su frente.
La hice a un lado y seguí mi camino, la escena se repitió, mujeres, hombres, jóvenes y ancianos, todo
aquel que rogara por su vida era asesinado por mi arma de una forma tan cruel y
sin piedad que fácilmente pude haber ardido en las calderas del infierno por el
resto de la eternidad y aún así, seguía sin pagar mi pecado.
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